Descripción
Cómic bélico: la brutalidad de Stalingrado y el ocaso de Berlín como nunca antes contados.
Es una obra maestra de dualidades, un espejo narrativo que refleja los contrastes extremos de la Segunda Guerra Mundial: la brutalidad del campo de batalla frente a la fragilidad de los sueños humanos, el deber militar enfrentado a la moral personal, y la esperanza que lucha por sobrevivir en medio de la desolación.
El cómic aborda temas como la luz y la oscuridad del alma humana, la resistencia frente a la rendición, y la línea borrosa entre víctima y verdugo. Las dos historias, aunque separadas en el espacio y el tiempo, están conectadas por el hilo conductor de la ambigüedad moral: ¿puede haber honor en la desobediencia? ¿Es posible encontrar redención en un mundo que parece diseñado para destruirla?
Visual y narrativamente, este cómic juega con la dualidad estética, alternando entre momentos de desgarradora brutalidad y otros de una calma casi poética, destacando que incluso en el caos absoluto, todavía hay lugar para la humanidad, aunque sea tenue y frágil. Es un relato que no ofrece respuestas fáciles, sino que desafía al lector a mirar más allá de los extremos y encontrar la verdad en el matiz.
Frente Oriental: Stanlingrado
El invierno de 1941 no había sido un simple enemigo; fue un asesino silencioso, un escuadrón invisible de frío y desesperación que desgarró al ejército del III Reich en los vastos páramos de Rusia. Pero en junio de 1942, con la nieve derretida y la maquinaria de guerra renovada, Hitler lanzó un nuevo asalto. Esta vez, los ideales se hicieron a un lado: la meta no era la gloria, sino el petróleo. Ese oro negro escondido en los campos del Cáucaso del Sur era la clave para mantener el monstruo bélico en marcha. Fall Blau, o el Plan Azul, sonaba como el título de una sinfonía serena, pero el telón de fondo de esta composición sería Stalingrado, y sus notas se escribirían con fuego, sangre y acero.
En este escenario, el soldado Kurt Steiner caminaba como un fantasma entre los vivos. Su «crimen» había sido rechazar el saludo nazi, y su castigo lo había enviado al purgatorio de un batallón disciplinario. Allí, en las entrañas de la batalla, no disparaba armas ni conquistaba tierras: cavaba tumbas para compañeros caídos y desplegaba alambres de púas, como si tejiera una mortaja para el mundo.
Pero la llegada de un tren cambió el equilibrio de ese infierno. Descendieron de él soldados jóvenes y veteranos, comandados por el teniente Tomas von Vilshofen, un hombre con la promesa de un futuro que no encajaba en el horror del presente. Von Vilshofen había jurado a Martha, su prometida, que volvería pronto, que la guerra no sería más que un capítulo breve en su historia de amor. A su lado estaba el sargento Max Dinger, cuyo corazón estaba en una granja lejana, preocupándose por su esposa, sola entre tres prisioneros franceses.
Stalingrado no sería solo un campo de batalla. Sería un espejo cruel, donde hombres como Steiner, von Vilshofen y Dinger se enfrentarían no solo al enemigo, sino a ellos mismos. Sus sueños, miedos y almas serían puestos a prueba en una ciudad que devoraba todo, excepto el eco de los gritos.
Frente Occidental: Berlín
El 8 de mayo de 1945, Europa contuvo la respiración. Las armas empezaron a callar, pero la guerra, como un amante cruel, no se iba sin susurros finales. En Baviera, lejos de las grandes proclamas, doce hombres fueron capturados por las fuerzas estadounidenses. Vestían uniformes alemanes, pero eran franceses, una paradoja viviente en un mundo saturado de contradicciones. Entre ellos estaba François Morliguen, un testigo silencioso de la historia, alguien que había visto cómo la guerra consumía todo a su paso.
Morliguen estuvo en Berlín cuando cayó. Había caminado entre los escombros de una ciudad que alguna vez quiso erigirse como el centro del mundo, solo para convertirse en un mausoleo en ruinas. Había sentido el avance del Ejército Rojo, un torrente de furia que barría todo a su paso, impulsado por una justicia brutal y una venganza tan fría como las estepas de donde provenía.
Para Morliguen y los demás, el 8 de mayo no fue el final; fue un punto y aparte. En lugares como Bad Reichenhall, las armas aún cantaban su siniestra melodía hasta el último suspiro del día. La paz llegó a cuentagotas, dejando detrás un vacío lleno de preguntas. ¿Cómo reconstruir el mundo cuando las cenizas aún caen del cielo? Para Morliguen, ese día no fue solo la conclusión de un conflicto, sino el inicio de un viaje por el insondable laberinto de lo que significa sobrevivir a algo tan vasto y terrible como una guerra mundial.